Guerrero Medina y la mismidad del lenguaje

En el diario de Barcelona del 2 de abril de 1965 aparecen unas brevísimas notas críticas de exposiciones de arte, firmadas por Alberto del Castillo, de las que retengo las dedicadas a dos jovencisimos pintores:

José María Guerrero y Francesc Artigau. De Artigau dice que es un prematuro porque aún estudia en la Lonja …‘”Valiente es el novel, pero deberá pasar un tiempo todavía antes de que pueda establecerse un juicio sobre su porvenir, por lo menos como pintor de caballete”.

En cuanto a Guerrero también lo considera poco hecho, aunque … “más pronto se decide por la espontaneidad que es el viento que hincha la vela y da vida a las ceras y las guachas e impregna de fogosidad los óleos recientes, dejando entrever las posibilidades de pintor que concurren en el novel”. Que tanto Artigau como Guerrero, veintiañeros entonces, consiguieran sobrevivir como pintores a críticas tan ligeras, aunque dictadas por unos de los entonces más influyentes opinadores de exposiciones, demuestra una voluntad de ser, por encima de la de estar, que caracteriza la evolución de uno y otro pintor.

Pronto dejaré a Artigau en el camino, pero conviene recordar que Llirnós, Artigau, Serra de Rivera y Guerrero, pertenecen casi a una misma promoción de reacción neofigurativa, entre Bacon y Magritte, en comunión ibérica con el naciente pop, descolgados de la aventura abstracta y por lo tanto situados en cierto sentido en una tierra de nadie. Tal vez a eso se deba lo que ha costado instalarles en el Olimpo de la Pintura Contemporánea, al que hann llegado en cambio con suma facilidad los pintores postmodernos que nacieron después de la madre de todas las batallas entre abstractos y neofigurativos. Difícil aún más la ascensión de José Ma Guerrero, pintor jienense radicado en Cataluña desde la adolescencia, que ha seguido una trayectoria ensimismada, ensamblando etapas sin eslabones perdidos y sin tentaciones de externidad.

Como todo pintor de su edad, situado entre los cincuenta y los sesenta, Guerrero concilla autodidactismo, una gran cultura de mirón de arte y una tecnología, suma patrimonial de todas las tecnologías y su caso es uno de los más ensimismados, porque a pesar de ser un pintor de culto para seguidores incondicionales, es casi un pintor secreto para buena parte de la sociedad pictórica.

Podía haberse especializado en el papel del Bacon español, si tenemos en cuenta su etapa expresionista en la que la pintura refleja los trastornos personales y corales de un español que tiene todas las miradas toleradas, vigiladas o prohibidas por el franquismo. Las mutilaciones de las figuras, sus retorcimientos, los colores torturados y torturadores, traducen la estrechez de los espacios, sean objetivos o subjetivos y Guerrero abastecía de esa complicidad a un público que le pedía especializarse en esa mirada. Pero de pronto, con los hallazgos obtenidos, especialmente cromáticos y textuales pasó a la ansiedad por incorporarlos a otras naturalezas, por que no a La Naturaleza, en un desafío que para algunos de sus consejeros estaba condenado a la catástrofe. Ahí es nada. El pintor, como si fuera Gauguin cuando quería descomponer la naturaleza en manchas, planta el caballete ante los paisajes inmediatos, el Empordá, o el Jardín Botánico de Madrid o Mallorca y forcejea contra la parálisis de la naturaleza. Por entonces le escribí un texto de catálogo que se titulaba Contra la parálisis del paisaje. Si el impresionismo evolucionó la manera de ver mediante el control casi atómico de la materia plástica se debió a que obedecía a la vieja aspiración de acceder a una ciencia de la pintura, emparentada con la percepción de Leonardo de relacionar la pintura con las matemáticas. Detrás de las apariencias de diseño, color y composición, se puede acceder a un sistema de interacción de signos objetivable.

La esencialidad antianecdótica la persigue Gauguin en busca del color original, hasta bordear el manchismo exótico que tanto contribuyó al fauve y a la corta, al cambio del gusto sobre el estampado de tapicerías de tresillos o de cortinas. Sin el impresionismo no hubiera aparecido Kandinsky, pero tampoco habrían evolucionado las tapicerías… Ni Guerrero Medina hubiera descubierto los universos abstractos que hay en cualquier pequeño universo concreto, por el procedimiento de convertir la mirada en un amplificador de lo concreto para romperlo y reorganizarlo…

Guerrero Medina abandona las naturalezas expresionistas mutiladas y pasa a la naturaleza más directa, acerca los ojos a los bancales de flores o a los regatos de agua y de pronto el cuadro se le llena de manchas rítmicas que obedecen a la disposición original, pero que se convierten en una alternativa de reorganización plástica. No se trata del manchismo esencialista de Gauguin o de la macromirada sorprendente sobre los nenúfares de Monet, al contrario, descubre el macrocosmos escondido en las profundidades del detalle. Guerrero se transforma así en un cazador visual de intimidades terrestres y aporta una de las más singulares estrategias pictóricas aplicada sobre la naturaleza. Esta larga etapa en la evolución del pintor puede calificarla de pintura de pelea, sobre todo a partir de la estampa que componían pintor y pincel frente al caballete, como si el pincel fuera un convulso cordón umbilical entre la mirada y la tela. Guerrero Medina pintaba con las piernas abiertas, contemplando a sus modelos, los cielos, las aguas y las tierras con urgencia posesiva y moviendo el pincel como un artista ungido por el instante técnico.

Retengo la expresión instante técnico, utilizada por Benjamín para explicarse el instante en que la mirada del fotógrafo decide, elige, crea, porque sirve para explicar el nuevo salto cualitativo de su obra. La exposición que nos ofrece la sala Parés permite contemplar el Guerrero pintor de la naturaleza y el Guerrero que busca el paisaje de la memoria y se detiene, como un fotógrafo, ante seres o situaciones no elegidos por una dramaticidad especial o concreta, simplemente sorprendidos por la mirada del pintor, modelos a su pesar, que posan en el estudio de la memoria. Para llegar a esta nueva propuesta, Guerrero pasó por un periodo de descompresión de tanta inmersión en la naturaleza, dedicado a la pintura de retratos de personas de su conocimiento, pintura para sí mismo, no de encargo, como un ejercicio de retorno a lo humano como materia.

También pintó la naturaleza inmediata de su estudio, porque el estudio de un pintor es siempre una instalación conceptual de sus referentes, subconscientemente urdidos por una sintaxis no expresa, de ahí lo inquietante y significativo que es su tríptico de cuadros organizados en torno a la presencia de un espejo de su estudio. A continuación, con la retina llena de los colores obtenidos en su etapa paisajística y de la recuperación de lo humano como material, miró hacia dentro de su memoria y allí encontró ámbitos, gestualidades que ha descrito sin la menor voluntad de describir algo ejemplar. Más bien estamos ante el uso de la memoria situacional, no de la memoria nostálgica o de la memoria relato. La mirada sobre la memoria nostálgica suele ser evocadora de una situación almacenada que confirma un estado de ánimo actual. Esa situación está almacenada dentro de la memoria relato, esa novela sobre nuestra vida que fundamentalmente nos hemos contado a nosotros mismos, aunque a veces con la ayuda de los otros. No se trata de meterse en esa novelización de la vida, sino de captar, mediante el instante técnico del pintor, figuras y situaciones arbitrariamente convocadas y ofrecidas por una memoria estrictamente situacional.

Pero si contemplamos el resultado de esa inmersión, descubrimos que junto a la realización del desafío de pintar lo que la memoria suministra, el espectador recibe un impacto muy literario. A Guerrero le han salido casi siempre parejas entre dos situaciones desconocidas, expectantes, antes de, o después de alguna batalla, qué batalla, no importa. Es como si el pintor hubiera querido representar lo que nos queda de los otros y ahí están, asosegados, no se miran, apenas se rozan en algún caso, cada cual viene de y va a la suya, a pasado algo o puede pasar, termina un relato o puede empezar. Son los otros, no contemplados como un infierno o en su infierno, sino como una simple constatación. Toda exposición tiene una estrategia y la que propicia esta sala no podía carecer de ella. El espectador contemplará las dos últimas miradas de un creador singular, la primera aplicada a las moléculas de la naturaleza aparente, la segunda a los insospechados inquilinos que conserva toda memoria y percibirá sin embargo una lógica lingüística entre una y otra materia pictórica. No hay contradicción entre la pulsión hacia lo externo y el retorno al propio interior, porque el pintor persiste en la mismidad de su lenguaje independientemente de que el modelo sea un nenúfar o una persona, y tanto el nenúfar como la persona propongan la complicidad de una ficción, en el sentido que daba Steiner a la mismidad del lenguaje aplicado a la literatura: El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. – El lenguaje que Guerrero ha asumido antes de mirar hacia adentro, secunda su viaje y le ayuda a vivificar a los silenciosos inquilinos de la memoria, como si posaran en un estudio, instalación interior.

Manuel Vázquez Montalban

Texto para el catálogo de la exposición “LA MIRADA – Imágenes de la memoria” en la Sala Parés, Barcelona, del 16 de febrero al 10 de marzo de 1999