Guerrero Medina antes y después del Ampurdan

«Pintar un paisaje del natural representa estar siempre al borde de caer en lo convencional, es el reto». Estas palabras de José María Guerrero Medina, pertenecientes a su diálogo con el también pintor Julia Mateu, nos ofrecen algunas claves de su personalidad artística y sintetizan la actitud con que se aproxima a la pintura de la naturaleza. La frase reproducida puede inducir, sin embargo, a una interpretación sesgada y excesivamente esquemática de la pintura paisajística de Guerrero Medina, por lo que, antes de desarrollar un análisis de la obra y de la trayectoria del autor, conviene hacer dos precisiones. La primera es que no nos encontramos ante un pintor de «género» que cultiva el paisaje en cuanto desarrollo lineal y acumulativo de un «tema», afirmación especialmente necesaria teniendo en cuenta la mención que Guerrero hace de lo «convencional». Guerrero Medina, seducido tiempo ha por la naturaleza y particularmente por la tierra donde vive desde hace casi dos décadas, el Ampurdán, ha realizado varias series de paisajes en las que el pretendido «tema» es en realidad el pretexto para una búsqueda de lo esencial en la pintura, en su idea de la pintura, para ser más exacto. Y esta búsqueda se desarrolla en series como medio de exprimir todas las posibilidades de las ideas y sensaciones que estimulan su trabajo. La segunda precisión viene impuesta por una cuestión de coherencia con el ya extenso currículo del artista: el paisaje en Guerrero Medina, aún siendo una vertiente de singular importancia en el conjunto de su obra, no supone su preocupación esencial ni mucho menos única. No es un pintor de «géneros» y, por lo tanto, su pintura responde a cuestiones mucho más complejas que la de la adscripción a un determinado territorio o especialidad pictórica.

En cualquier otro caso, este tipo de disquisiciones serían innecesarias. Pero en la exposición que presenta el Centre d’Art Alexandre Cirici nos hallamos justamente ante pinturas de gran formato y dibujos centrados en la naturaleza y, concretamente, en el Ampurdán, esa tierra mágica y mitificada que ha sido objeto de múltiples militancias artísticas e intelectuales. Y al hablar de paisajes del Ampurdán topamos con el poso de arquetipos que distorsionan la aproximación a unas pinturas que no participan de ellos. Lo «convencional», retomando la cita con que se inicia este texto, es un concepto difuso, susceptible de un sinfín de aplicaciones, pero que aquí adquiere un significado muy preciso. Partiendo de la experiencia de las vanguardias históricas del siglo XX, y situados en el contexto personal y ambiental desde el que habla Guerrero Medina, por paisaje convencional se ha de entender aquel que se viene produciendo en dosis ingentes (y no tiene indicios de extinguirse) con finalidades puramente decorativas y comerciales, amparándose en la explotación «ad nauseam» de la herencia impresionista. Una interpretación genérica de lo que Guerrero dice a su amigo Julia Mateu nos lleva a la conclusión anterior aunque se intuye otra que atañe a la intimidad del pintor. El reto de no caer nunca en lo «convencional» significa también para Guerrero Medina salvaguardar su libertad, opción que conlleva, entre otras muchas cosas, una dura disciplina para impedir el predominio del estilo y de la técnica, preeminencia que conduce inevitablemente al efectismo y al vacío. El estilo como convención es un problema eterno en el arte, del mismo modo que sólo cuando la técnica pasa a un segundo plano en las obsesiones del artista, ésta sirve para hacer lo que se pretende. De Guerrero Medina puede decirse que ha logrado evitar el efectismo estilístico, por cuanto su pintura participa de la visión primigenia y casi mesiánica (pero nunca dogmática) de los maestros de las vanguardias y porque su técnica es el resultado de un poso de experiencias, tanto históricas como de índole personal, que Guerrero pone al servicio no de unos resultados pictóricos preestablecidos, sino al de una concepción global y autosuficiente de la pintura. Lo que persigue Guerrero Medina es «un cuadro», y volvemos al diálogo con su amigo Julia Mateu, aquel microcosmos artificial capaz de sintetizar toda la energía que subyace en la realidad exterior. Un concepto de la autosuficiencia de la pintura que podría llamarse por asimilación, como lo hace el artista, «la pintura pura», siempre y cuando recordemos que Guerrero Medina no alude a la pintura que únicamente se refiere a cuestiones de lenguaje, porque entonces estaríamos hablando de la pintura como discurso estilístico, fenómeno que se ha dado con profusión durante la última década.

Resulta evidente que todo movimiento acaba generando una determinada convención, un arquetipo estilístico, una manera de hacer y de ver que, a su vez, produce una especie de subcultura visual. El paisajismo catalán, si dejamos a un lado el realismo simbolista neoclásico de los pintores del Noucentismo d’Orsiano, se ha identificado durante décadas con una manera «mediterránea» equivalente a un estilo «postimpresionista». Una de las consecuencias de este fenómeno es que, durante mucho tiempo, pintar un paisaje del natural ha sido considerado por la crítica y la historiografía del arte más solventes, como la supervivencia contra corriente de una tradición moderna ya superflua. Nadie dice, por supuesto, que Monet, Gauguin y Cézanne deban ser arrinconados en algún recodo de la historia del arte, pero sí se ha dictaminado que en este terreno ya todo está dicho, mientras que las líneas teóricas más influyentes en la creación de la segunda mitad del siglo, se han nutrido en mayor medida de la filosofía dadaísta y duchampiana, hecho que ha provocado un decantamiento del discurso hacia los conceptos, ya sean inherentes o tangenciales a la práctica artística. Sin embargo, antes, durante y después de que se decretara la muerte de la pintura, ésta ha seguido desplegando su particular justificación que, no por casualidad, el pensamiento y el arte postmodernos han vuelto a poner en la órbita de los intereses intelectuales y estéticos de las mayorías. La ruina del ideal progresista moderno, la fragmentación de la historia, el rechazo de la evolución jerarquizada del arte, y la apropiación simultánea y antidogmática de la herencia visual, han permitido arrumbar prejuicios y, no sin despistes, manipulaciones y prisas por estar en la cresta de la ola, situar finalmente a cada uno donde debe estar. Esto quiere decir que cada artista se legitima individualmente por la honestidad y calidad de su obra, sobre todo en este momento, iniciada la década de los noventa, cuando el dominio de ese mercado voraz e inculto que asoló la década anterior ha entrado en letargo. Y eso también quiere decir que pintar un paisaje del natural ha de valorarse por la calidad, honestidad y vigencia de la pintura que de ello resulta. Más adelante trataré la singularidad de los paisajes de Guerrero Medina en el momento histórico y entorno cultural y geográfico en que se manifiestan, pero ahora sólo un apunte sobre el paisaje no impresionista en algunos de los mejores pintores catalanes de las vanguardias de preguerra. Con una única excepción, la del pintor Joaquim Mir (1873-1940), cuya figura posee ciertos paralelismos con la de Guerrero Medina aunque sus respectivas obras se encuentren en extremos opuestos. Mir, cuyo periodo creativo entre 1906 y 1918, aproximadamente, es excepcional, representa la referencia imprescindible del paisajismo catalán moderno de inspiración impresionista, además de que ilustra a la perfección una cierta actitud ante la naturaleza de la que participa Guerrero Medina. Joaquim Mir se aisló voluntariamente de la cultura urbana durante largo tiempo y, en contacto íntimo con el medio rural, desarrolló una obra que rompía con el decorativismo imperante entonces entre la burguesía urbana de Barcelona. Aunque la crítica hablara de relación panteísta y oriental del pintor con la naturaleza, lo cierto es que Mir tomaba del natural la energía lumínica y cromática que le interesaba para llegar a la pintura, a su pintura. Guerrero Medina también disecciona los ritmos internos del paisaje para llegar a su pintura, por un camino diferente al de Mir, claro está. Manuel Vázquez Montalbán, en el texto escrito en este catálogo, viene a decir que sin el Impresionismo no hubiera sido posible toda la pintura paisajística posterior, «tachista», «fauve», precubista o incluso protoabstracta. Es indudable aunque en el tratamiento del paisaje por los maestros de la pintura catalana de principios de siglo, se dan aportaciones que llegan mucho más lejos o que reproducen una tradición muy diferente. El apunte se dirige a Picasso, Miró y Salvador Dalí en sus obras primerizas: el primer cubismo picassiano, las inquietantes y magistrales panorámicas ampurdanesas de Dalí, que recuerdan a uno de los más grandes paisajistas catalanes, Urgell, así como las pinturas «fauve» del primer Miró, en su caso sí que directamente relacionado con la herencia del Impresionismo. Traigo a colación estos tres maestros de las vanguardias únicamente para situar sin lugar a dudas que la tradición paisajística en Catalunya trasciende la reducción a una tendencia impresionista (sin olvidar la noucentista). Ya sabemos que es obvio, pero no está de más recordarlo.

Los orígenes: el expresionismo

Guerrero Medina tiene 49 años, nació en 1942. Pertenece a una generación de artistas posterior a las primeras vanguardias españolas de postguerra, ubicadas fundamentalmente en el eje Barcelona-Madrid y en dos iniciativas grupales decisivas: Dau al Set y El Paso. Guerrero, inducido a pintar por su padre y con formación autodidacta hasta que emigra a L’Hospitalet con su familia, se forma en medio de un ambiente artístico en el que prevalece la abstracción informalista asimilada a la idea de vanguardia, en un contexto sociocultural represivo y cerrado. Los artistas de la generación en la que se inscribe Guerrero Medina son, de hecho, los que a mediados y finales de los años sesenta rompen con el imperativo informalista a partir del acceso a autores como Francis Bacon o a los artistas Pop americanos. La nueva situación se resume en la recuperación de una figuración expresionista, en términos generales, en la que Bacon y el Pop son los ejes y, para Guerrero Medina en concreto, son también decisivas dos aportaciones históricas no coincidentes: la tradición expresionista hispánica que arranca en Goya y el expresionismo centro y noreuropeo de entreguerras. Aunque algunos de los componentes de la generación de los sesenta continuaron explotando la vena imformalista, la gran mayoría de ellos se decantaron hacia dos opciones: el cultivo de una figuración no impresionista, aderezada de un nuevo humanismo progresista acorde con la contestación sociopolítica de la época (Artigau, Guerrero, Arranz Bravo, Bartolozzi, Llimós, entre otros) y, de otro lado, la investigación mediática con un fuerte peso de crítica política y antropológica que, por razones obvias, los artistas tuvieron que desarrollar casi siempre fuera del pais, en París o Nueva York (Muntadas, Torres, Miralda, Rabascall, etc.).

La decantación expresionista de Guerrero Medina se produce cuando, en su etapa de formación como pintor, conoce en profundidad el expresionismo europeo, el expresionismo abstracto americano y al pintor británico Francis Bacon, pero el germen de su pintura se encuentra antes, en sus años de adolescencia en Laguardia (Jaén). Los dibujos y las pinturas realizadas en aquel tiempo nos muestran a un pintor intuitivo y con una fuerte personalidad que absorbe con facilidad lo que le envuelve. Una característica perenne en la personalidad artística de Guerrero Medina consiste en su capacidad de adaptación -en la búsqueda incesante de «su pintura»- al entorno. En los paisajes y en los retratos de su padre, de su tío y de otros vecinos de Laguardia, pintados en los años cincuenta, se observa ya la subjetividad expresionista que más tarde tomaría cuerpo en su obra y una tendencia a la integración en un todo de la figura y el paisaje, indicio de esa identificación física e intelectual que Guerrero activa siempre ante el objeto de la representación. Se trata de pinturas desoladas y dramáticas, que dicen tanto de las vivencias y actitud del pintor como de la realidad representada. Antes de que conociera extensamente a pintores como Solana, Kokoschka y Bacon, la obra de Guerrero Medina ya desvelaba una conexión iconográfica y conceptual con ellos. La figura en Guerrero Medina ha sufrido siempre una introspección humanista, muy al gusto de Bacon, que nos hace venir a la mente un adjetivo certero, pero un tanto superficial respecto a los valores intrínsecos de la pintura: dramatismo. Incluso tragedia y desolación. Guerrero ha tenido épocas, en la década de los setenta principalmente, en que ha cultivado un expresionismo de raíces goyescas y baconianas profunda y radicalmente trágico, no obstante se ha de ver más lejos: esas pinturas son la clave de la interiorización por el artista de fenómenos externos no menos trágicos y, en definitiva, no es complicado hallar en ellas el hilo conductor de toda su trayectoria: la pintura como conocimiento, como realidad autosuficiente. Bacon y la «Neofiguración» fueron decisivos para que la pintura de Guerrero Medina adquiriera mayor complejidad e insistiera en conseguir una síntesis orgánica entre experiencia y realidad (hombre y naturaleza), partícipe del nuevo humanismo que proponía el pintor inglés. Pero eso no es todo y circunscribirlo al influjo de Bacon sería una manipulación reduccionista. El expresionismo de Guerrero Medina es explosivo y nada accidental, disecciona los impulsos centrípetos de la realidad, aquello que el ojo no ve, y lo convierte en una energía centrífuga que, en apariencia aleatoria, está sometida a un riguroso control rítmico. Sus dotes compositivas son impresionantes, del mismo modo que los matices de un color, de una mancha o de un gesto -y aquí dilucidamos una cuestión fundamental en sus paisajes- están explícitamente definidos dentro de la sinfonía rítmica global. Este punto inscribe a Guerrero en la tradición de las escuelas pictóricas castellana y andaluza (con el añadido de lo bien aprendido que tiene el mensaje impresionista mediterráneo: Joaquim Mir también comparaba su pintura con la música), que son formalistas, detallistas y puede que abruptas.

Los paisajes

Al llegar a este punto creo que han quedado perfectamente definidas las características más destacables de los paisajes del Ampurdán y el corpus conceptual y procesual en el que se inscriben. Hace casi una década que Guerrero Medina ha ido ampliando su atención hacia el paisaje, hasta verse absorto en los tres últimos años por la pintura de la naturaleza. El Ampurdán no ha sido su único centro de atención (en esta exposición hay dos paisajes pintados en otros lugares) aunque ocupa, por diversas razones, la mayor parte de la obra seriada en formatos grandes y medianos, además de los dibujos. Guerrero, que es un dibujante notable, dibuja el paisaje con planteamientos pictóricos de masas, manchas y transparencias eludiendo las aristas y la concreción de la forma a la manera del dibujo clásico. Estamos ante un hecho que confirma de nuevo esa adecuación del medio a los objetivos que pretende el artista. La relación que establece con la naturaleza es indisoluble de su visión de lo representado. Es una fusión de lo sensual con el médium pictórico que conduce a la representación. Se comprende que Guerrero diga a Julia Mateu que «en realidad lo que me gustaría es pintar en el propio espacio», lo que equivale a no admitir la existencia de límites en la pintura, en la representación, y que va muy directamente ligado a que las series de paisajes suelan plasmarse en grandes formatos.

Al acto primigenio de apropiación de la naturaleza en el acto de pintar, se une un veloz proceso de reordenación que la mente y el brazo ejecutan sin interferencias. Cuando decía antes que no hay nada accidental en la pintura de Guerrero Medina (en oposición al valor que Francis Bacon da a la mancha accidental que surge en la tela), estaba pensando en ese proceso de reordenación y en el sistema armónico de ritmos cromáticos y gestuales que estructuran la composición y el «espíritu» de la pintura. No es, por supuesto, la luz con que los impresionistas pretendían objetivar un momento fugaz lo que desencadena el proceso, sino las emociones que el color, el movimiento, las sombras, las manchas abstractas del paisaje provocan en el pintor. De esta manera, la pintura paisajística de Guerrero Medina se erige en un sistema de subyugantes microcosmos matéricos y cromáticos que capturan las energías ocultas de lo real. Nunca se deja seducir por lo imprevisible o lo caótico, sino que tomando el caos como fuente de creación, lo conduce a esa nueva realidad sistemática que configura la última atadura con la realidad de la que parte, la última frontera antes de la abstracción pura. La fusión de Guerrero con la naturaleza es en mayor medida una relación orgiástica que panteísta, lo que le acerca a la vehemencia energética, calificada por algunos críticos de «sexual», con que Jackson Pollock se enfrentaba a la naturaleza y a la pintura. Pero en Pollock la pintura era acción pura, energía liberada hasta la extenuación, mientras que Guerrero no es un expresionista abstracto, mantiene su diálogo fronterizo con la figuración y tampoco eleva la «acción» a objetivo categórico. Los grandes paisajes de Guerrero Medina nacen de su experiencia expresionista, razón por la cual aportan un tratamiento nada común en la historia del paisajismo mediterráneo moderno.

Manuel Duran

Catálogo de la exposición del Centre Alexandre Cirici de l’Hospitalet, 1991