La rehumanización del arte, cuarenta años y un día en torno de la figura humana

La voluntad del pintor de reunir en un libro lo más destacado de su pintura “figurativa”, es decir, en la que la figura humana se plasma en antropomorfias filtradas por la percepción subjetiva de Guerrero Medina, nos permite asistir al espectáculo de cómo se conforma la lógica interna de un artista verdaderamente singular. En plena incipiente hegemonía de la vanguardia tal como lo entendían los grandes creadores de Dau al Set o El Paso y sus derivados, el neofigurativismo de los años sesenta en España está marcado por un propósito, explícito o no, de “rehumanización” del arte al tiempo que de búsqueda de la posible renovación de los códigos “figurativos”. Hay que situar a Guerrero Medina como un artista muy singularizado dentro de un empeño amplio de pintura representativa de la posible reconsideración independiente del figurativísimo, empeño que implica una variado gama de ofertas pictóricas, desde Artigau a Llimós, desde Arranz Bravo a Serra de Rivera.

Nacido en La Guardia (Jaén) en 1942 y ubicado en Cataluña, en Hospitalet, por más señas, a la sombra de una familia de emigrantes andaluces, todo estaba preparado para que en José Mª se cumpliera el destino de clase, combinado con las consecuencias de la guerra civil. Su padre hubiera querido estudiar medicina antes de 1936, pero tuvo que conformarse con trabajos mecánicos en hospitales y tras la guerra combinó la afición por pintar y dibujar con ejercer como maestro improvisado y, tras la emigración a Barcelona, de la pintura de pinceles pasó a la de brocha gorda. De estas enseñanzas de lo que pudo haber sido y no fue, hubiera podido derivar una aceptación del papel social, como en el agridulce chiste de Perich: un padre le enseña a su hijo la plomada, la paleta, la rasqueta, el saco de cemento y le dice: “Todo esto será algún día tuyo, hijo mío”. Pero al niño Guerrero Medina ya le había dado por dibujar como su padre y conserva primeras obras velazqueñas de seres inmediatos o de sí mismo, en las que revela el talento con el que los pintores naíf metabolizan el escaso patrimonio pictórico que poseen, en su caso enriquecido por la afición artística del padre. Las pinturas reproducidas en los calendarios, las glosadas en los libros de enseñanza, a veces el suplemento en color, en no demasiado buen color, de un diario. Estamos en los años cincuenta y si el hombre es lo que come y el escritor es lo que lee, un pintor depende de toda la pintura ajena que haya podido asimilar hasta encontrar la propia. La pintura patrimonial que cualquier joven pintor está en condiciones de conocer condiciona su propia caligrafía y tenemos el ejemplo de la espléndida promoción de vanguardistas soviéticos de los años veinte, contempladores de colecciones privados de rusos ricos, como Mozorov, millonario humanista que compró buena parte de la mejor pintura europea posterior al impresionismo y abría su casa paro que la contemplaran los jóvenes artistas rusos y que finalmente la legó al museo de l’Ermitage.

El adolescente Guerrero Medina, residente desde los trece años en un barrio residual del cinturón barcelonés, el de La Bomba, dejó de ser un naíf para asistir a clases de dibujo de la Escuela de Bellas Artes y fue inmediatamente detectado por el profesor Laforet, que le convirtió en su ayudante, y a cambio de esa colaboración le regalaba telas. Succionó todo lo que Barcelona le ofreció de patrimonio pictórico, y el canon velazqueño primitivo fue modificado por todas las memorias pictóricas acumuladas en la ciudad Condal y por el impacto de la larga tradición expresionista que va de Goya a Kokotshka o Bacon y por percepciones adquiridas durante sus viajes posteriores al servicio militar, muy especialmente el de Alemania, donde permaneció entre 1964 y 1966.

Kokotshka, Nolde, Bacon, pero también Gutiérrez Solana, Barjola o Sutherland, conducen la pintura del joven Guerrero hacia el nuevo expresionismo que marca el neofigurativismo europeo y busca la figura humana o partir de tipos reales que le reclaman por la desconstrucción de que son portadores; personas y objetos tienen una dinámica interior que el artista debe desvelar. La expresividad se acentúa no sólo con la distorsión o confusión de los límites de la silueta, sino también con la contribución matérica que el pintor irá anulando a medida que se siente más dueño de su propia mirada en concordancia con los texturas planas. La pulsión de pintar, como la de escribir, implica un rechazo de las formas más convencionales de relación con la naturaleza o la otredad. Es siempre un misterio saber por qué un ser humano convocado para integrarse en la realidad mediante la fuerza de su trabajo, descubre la afición de convertir precisamente el trabajo en una práctica de distanciación y sustitución de lo real mediante un lenguaje. Forzosamente esta actitud parte de una impresión inicial de caos, de que la realidad es un caos. Y sería necesario que un código lingüístico lo reordenara. A continuación viene la búsqueda de la complicidad del ojo ajeno, esforzada complicidad para un artista que depende de la obra única y del sistema comercial que permite contemplarla. Desde hace cuarenta años y un día, la obra de Guerrero Medina forma parte del conocimiento público, y si muchas veces ese conocimiento e incluso reconocimiento fija un estilo, una caligrafía, un manierismo que identifica para siempre al autor y en cierto sentido lo paraliza, en el caso de este pintor lo característico es lo contrario. En perpetuo crecimiento, cuando tiene la sospecha de que ha sido atrapado por una obsesión servida de su “manera” predeterminante, la abandona como las serpientes cambian de piel o los árboles crecen mediante círculos concéntricos. Cambio y crecimiento. Esta sería la mejor síntesis de la evolución constante de Guerrero Medina.

En el Diario de Barcefona de 2 de abril de 1963 aparecen unas brevísimas notas críticas de exposiciones de arte, firmadas por Alberto del Castillo, de las que retengo las dedicadas o dos jovencísimos pintores: José Mª Guerrero y Francesc Artigau. De Artigau dice que es un prematuro porque aún estudia en la Lonja: “Valiente es el novel, pero deberá pasar un tiempo todavía antes de que pueda establecerse un juicio sobre su porvenir, por lo menos como pintor de caballete”. En cuando a Guerrero también lo considera poco hecho, aunque “… más pronto se decide por la espontaneidad que es el viento que hincha la vela y da vida a las ceras y los gouaches e impregna de fogosidad los óleos recientes, dejando entrever las posibilidades de pintor que concurren en el novel”. Que tanto Artigau como Guerrero, escasamente veinteañeros entonces, consiguieran sobrevivir como pintores a críticas tan ligeras, aunque dictadas por uno de los entonces más influyentes opinadores de exposiciones, demuestra una voluntad de ser, por encima de la de estar, que caracteriza la evolución de uno y otro pintor. Escribí hace ya algunos años: “Conviene recordar que Llimós, Artigau, Serra de Rivera, Guerrero, pertenecen casi a una misma promoción de reacción neofigurativa, entre Bacon y Magritte, en comunión ibérica con el naciente pop, descolgados de la aventura abstracta y por lo tanto situados en cierto sentido en una tierra de nadie. Tal vez a eso se deba lo que ha costado instalarles en el olimpo de la Pintura Contemporánea, al que han llegado en cambio con suma facilidad los pintores postmodernos que nacieron después de la madre de todas las batallas entre abstractos y neofigurativos. Difícil aun más la ascensión de José Mª Guerrero, pintor jienense radicado en Cataluña desde la adolescencia que ha seguido una trayectoria ensimismada, ensamblando etapas sin eslabones perdidos y sin tentaciones de externidad. Aunque como todo pintor de su edad, situado entre los cincuenta y los sesenta. Guerrero concilia autodidactismo, una gran cultura de mirón de arte y una tecnología suma patrimonial de todas las tecnologías, su caso es uno de los más ensimismados porque, a pesar de ser un pintor de culto para seguidores incondicionales, es casi un pintor secreto para buena parte de la sociedad pictórica”.

Añado que en el caso de Guerrero Medina, y en general en el de todos los auténticos creadores, el artista está en condiciones de metabolizar los estímulos positivos y negativos que tiene alrededor, no es ajeno a la “otredad” ni a la complicidad civil, pero luego el proceso creativo integra esas provocaciones externas en un discurso lingüístico que por una parte traduce la interpretación del autor, pero también respeta la lógica interna de cada código lingüístico específico; ahora estamos hablando de pintura y hablaremos de escultura. De Velázquez al neoexpresionismo, serviría como reductiva explicación del recorrido inicial, y por lo tanto fundamental, del viaje de Guerrero Medina hacia su propia pintura. Aunque vinculado en el tránsito de los sesenta a los setenta con el grupo congregado en torno a la crítica irlandesa Dorothy Molloy -compuesto por Guerrero, Saravia, Julia Mateu, Carbó Bertoldh, Mario Bedini-, siempre mereció la consideración de caso aparte. El hecho de que el grupo tomara partido pictórico y ético sobre el desorden del mundo, motivó el recelo policial e incluso cierres en la galería donde exponían. En los años sesenta el franquismo todavía se sentía fuerte y se autodotaba de leyes orgánicas y príncipes herederos.

Los críticos más determinantes en Cataluña, desde Vallés Rovira a Maria Lluïsa Borras, pasando por Santos Torroella o Arnau Puig, demuestran una constante atención por la evolución de Guerrero Medina desde su presentación en el templo a comienzos de los sesenta del siglo XX hasta la actualidad. Santos Torroella fue un excelente poeta, censado en la imprescindible antología poética de la posguerra de José Luis Cano, oficial represaliado del vencido ejército republicano y uno de los críticos de arte más solventes de la prensa barcelonesa a lo largo de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. Desde el comienzo saluda la aparición de Guerrero Medina como pintor andaluz instalado en Cataluña que consigue transmitir mediante un expresionismo muy propio la tensión entre lo interior y lo exterior, sea a través de la figura humana o del paisaje que le sirve de complemento. Santos Torroella emplea conceptos como “dramatismo subjetivo” o “peligro de interiorización” o su sorpresa por las “figuras ni desnudas ni vestidas” como prueba de su implicación en la pintura del artista. Aprecia en él su posición comprometida, que los problemas históricos y sociales le conmuevan y alimenten sus impulsos pictóricos, considera que la dialéctica entre la interiorización y la plasmación del problema (Biafra, Vietnam, Luther King) puede decantarse en Guerrero Medina por la interiorización, y tal vez teme lo que él considera un riesgo de ensimismamiento. Más tarde, tras la primera etapa de estancia de Guerrero en el Empordá y la resultante pictórica, el crítico capta que determinados contrastes son fundamentales en su obra: limpidez y dramatismo, claridad y desasosiego, precisión y misterio, contrarios que relaciona con otra pintura ampurdanesa, la de Dalí, pero que no hay que atribuir a la tramontana, el poderoso viento del norte, como insinúa Santos Torroella, sino a que Guerrero Medina está en condiciones ya de controlar la unidad de sus contrarios, la posibilidad de trasmitir a la vez precisión y misterio, la misma precisión y misterio que pueda haber en la escenificación de los relojes blandos de Dalí. Pero a diferencia del gran “metteur en scenne”. Guerrero Medina no dispone los efectos dentro de una escenografía calculada, sino que son la resultante de ese dramatismo subjetivo que tan certeramente ha connotado Santos Torroella. Alexandre Ballester, en la presentación del catálogo de la exposición de Sa Pobla de 1986, hablaba precisamente de la impresión de placer y tormento que emanaba de la obra de Guerrero y resaltaba su inteligente mirada satírica.

Precisamente lo que siempre salva a Guerrero de una pintura obvia sobre dramas personales o colectivos objetivables es que antes de convertirlos en pintura los ha interiorizado y los explicita mediante su código pictórico, no mediante una proclamación meramente argumental. “Es la hora de los sueños a partir de lo visto”, es la fórmula de Guerrero Medina que distingue otro pintor, y también novelista, Antonio Beneyto. Guerrero ha expuesto por primera vez en 1963, y en 1968 o 1969 se siente responsable de una visión crítica de un mundo que ha propiciado distintos mayos emancipadores, también el mayo de España donde la injusticia dominante requiere un compromiso previo antifranquista que el pintor asume como ciudadano y que en su pintura emerge distorsionando la figura humana, como inicialmente hiciera Van Gogh y sobre todo como Munch, como si la percibiera fatalmente delimitada y en perpetuo grito… “… tres personajes todos hacia arriba… algunos gritos, un solo grito: unísono… enorme, enorme, enorme-enorme…”, ha escrito el realizador vanguardista portugués José Mª Nunes a propósito de la semántica expresionista de Guerrero Medina. La pintura “comprometida” de Guerrero nunca llega a los niveles más explícitos de la cultura resistencial española crecida extramuros del franquismo entre 1939 y 1978, coincide en la intención crítica pero no en su plasmación con Ibarrola, Genovés, el propio Arroyo.

Gritos. Frío. Dolor. Así contesta Guerrero cuando se le pregunta por las obsesiones que traducen esos cuadros del recién delimitado neoexpresionismo, en un periodo en el que asume el compromiso político antifranquista y en cierto sentido su pintura lo lleva implícito, no explícito como en otros pintores que cultivan una aproximación al realismo social o socialista o genéricamente crítico. Ese Guerrero expone junto a Genovés y a Arroyo en Milán, pero en ningún momento pretende cartel de pintor de la resistencia, cartel dignísimo y, desde todos los puntos de vista, justificable. Si el franquismo representa la contradicción de primer plano, al pintor le conmueven sobre todo las contradicciones fundamentales, lo dialéctico radical de la insatisfacción humana, de la presunción de fracaso y de estafa biológica, previa y última o la posible estafa histórica. Gritos. Frío. Dolor.

En el Empordà, en el tránsito de los sesenta a los setenta, los paisajes aparecen como fondos de objetos volátiles o de espantapájaros patéticamente horribles, aunque de pronto se cuele una interpretación expresionista de “El caballero de la mano en el pecho”, entre un glosario de destrucciones, cabezas sobre las mesas, cuerpos fragmentados, y a su regreso a Barcelona, se topa con la condena a muerte mediante garrote vil del anarquista Puig Antich en 1974, y le sale una ristra de figuras vilmente agarrotadas o el con- trasentido de la ciudad que amanece en el punto final de los pecados capitales y en el punto inicial de una procesión religiosa y expiatoria.

Mediados los setenta, Guerrero aborda composiciones multitudinarias de gran formato, en colores doloridos, incómodos, en las que la distorsión de la figura individualizable se integro en una gran confusión. En este magma de individuos, calificado como “Los cretinos”, Arnau Puig acierta a ver una nueva propuesta humanista: “… para Guerrero, el hombre no es aquella forma que le enseñaron a delimitar por medio de la línea o por medio de las graduaciones de los neutros, sino una composición de violencia cromática, reflejo esperpéntico de las violencias a las que la vida le somete. El hombre no es una figura ideal, sino un magma de color, por algo Guerrero Medina es un pintor que traduce la pasión que le anima”. En esta galería de piltrafas humanas se demuestra que Guerrero Medina, según Puig, no siente piedad por el hombre, sino que lo detecta como pasivo juguete de su entorno, como una pasión inútil, como un manipulador de su propia suerte. “Guerrero Medina, en la producción que arranca desde los años sesenta, va dándole vueltas a la cuestión. Unas veces es el hombre en el paisaje; en unas ocasiones es el hombre con sus impedimentos u objetos de uso; en otras ocasiones es una masa amorfa simplemente presente y directamente inexpresada. Pora su propia orientación, y es posible que con prurito de clasificación y ordenamiento de la producción, designa estas respuestas plásticas como series; serie de los volátiles, serie de las corbatas etc. En la actualidad elabora la serie de Los cretinos. Veámosla de cerca”. Gritos. Frío. Dolor y límites torturados en sus figuras individuales, cuando componen una entidad coral cada individuo se convierte en una angustiada y angustiante molécula de la distorsión general.

Guerrero viaja y filtro las personas y los paisajes. De su paso por La Alberca, por las Hurdes, por Extremadura y Castilla extrae una interpretación pictórica más acá del tópico, mediante un expresionismo que diríase se alza desde la tierra a través de la figura humana como prolongación. Conviene contemplar con atención los cuadros inspirados por Castilla y Extremadura, porque cualquier pintor que aborde como materia dos zonas consideradas trodicionalmente como “la reserva espiritual de la España profunda” corre el riesgo de quedar empantanado, o bien en todas las literaturizaciones construidas desde 1898 hasta las escrituras falangista de la postguerra, o bien en un paisajismo metafísico a la medida de la supuesta esencialidad de estas tierras.

A continuación, estancia y exposición en Dinamarca, una procesión de figuras doloridas encerradas en siluetas a veces delirantes, una figuración en la cual las manchas ya no son matéricas, sino planas, y el pintor insiste en que pinta hacia dentro de esas figuras y de sí mismo. Cazador de figuras abandonadas o aban- donantes, a veces apoyadas sobre mesas de bares, lugares de tregua o de refugio, descompuestas según los criterios convencionales de composición, tal vez recompuestas a partir de las adivinaciones de la mirada del pintor. Colores fauves pero no por el libertinaje expresivo que propicia, sino porque Guerrero es un gran controlador del supuesto salvajismo de sus coloraciones, incluso ha estado a punto de utilizar la fórmula “elegancia salvaje” de sus coloraciones.

El paisaje hasta ahora va de correlato, no tiene mismidad, aunque también sugiere la emoción de lo transgredido. Una vez más. Guerrero se siente convocado por un desafío, la naturaleza, desvelarla o despertarla de su quietud aparente, y pasa por una etapa difícilmente calificable como “paisajística”.

Testifiqué sobre el paso de Guerrero al “paisajismo”, tal como él lo entendía o entiende, primero como correlato con la figura humana durante los primeros veinticinco o treinta años de su pintura. Luego el paisaje le succiona y realiza a través de él, exclusivamente, la mismo tensión dramática con la que ha abordado sus antropomorfias. Podía haberse especializado en el papel del Bacon español, si tenemos en cuento su vocación expresionista a través de una pintura que refleja los trastornos personales y corales de un ciudadano que tiene todas las miradas toleradas, vigiladas o prohibidas por el franquismo o por la menos destructible conspiración alienatoria del sistema social o de la implacable biología. Las mutilaciones de las figuras, sus retorcimientos, los colores fauves, torturados y torturadores, traducen la estrechez de los espacios, sean objetivos o subjetivos, y Guerrero abastecía de esa complicidad a un público que le pedía especializarse en esa mirada. Pero de pronto, de los hallazgos obtenidos, especialmente cromáticos y textuales, pasó a la ansiedad por incorporarlos a otras naturalezas —por qué no, a La Naturaleza—, en un desafío que para algunos de sus consejeros estaba condenado a lo catástrofe. Ahí es nada. El pintor, como si fuera Gauguin cuando se sentía saciado de la figura humana y quería descomponer los paisajes en manchas, planta el caballete ante los paisajes inmediatos, el Empordà, o el Jardín Botánico de Madrid o Mallorca, y forcejea contra la parálisis de la naturaleza. Por entonces le escribí un texto de catálogo que se titulaba “Contra la parálisis del paisaje” y allí decía: “Si el impresionismo evolucionó la manera de ver mediante el control casi atómico de la materia plástica se debió a que obedecía a la vieja aspiración de acceder a una ciencia de la pintura, emparentada con la percepción de Leonardo de relacionar la pintura con las matemáticas. Detrás de las apariencias de diseño, color y composición se puede acceder a un sistema de interacción de signos objetivable. La esencialidad antianecdótica la persigue Gauguin en busca del color original hasta bordear el manchismo exótico que tanto contribuyó al fauve y a la corta al cambio del gusto sobre el estampado de tapicerías de tresillos o de cortinas. Sin el impresionismo no hubiera aparecido Kandinsky, pero tampoco habrían evolucionado las tapicerías… Ni Guerrero Medina hubiera descubierto los universos abstractos que hay en cualquier pequeño universo concreto por el procedimiento de convertir la mirada en un amplificador de lo concreto para romperlo y reorganizarlo..”.

“Cuando Guerrero Medina abandona las naturalezas expresionistas mutiladas y pasa a la naturaleza más directa, acerca los ojos a los bancales de flores o a los regatos de agua y de pronto el cuadro se le llena de manchas rítmicas que obedecen a la disposición original, pero que se convierten en una alternativa de reorganización plástica. No se trata del manchismo esencialista de Gauguin o de la macromirada sorprendente sobre los nenúfares de Manet, al contrario, descubre el macrocosmos escondido en las profundidades del detalle. Guerrero se transforma así en un cazador visual de intimidades terrestres y aporta una de las más singulares estrategias pictóricas aplicada sobre la naturaleza. Esta larga etapa en la evolución del pintor pude calificarla de pintura de pelea, sobre todo a partir de la estampa que componían pintor y pincel frente al caballete, como si el pincel fuera un convulso cordón umbilical entre la mirada y la tela. Guerrero Medina pintaba con las piernas abiertas, contemplando a sus modelos, los cielos, las aguas y las tierras con urgencia posesiva y moviendo el pincel como un artista ungido por el instante técnico”.

El propio pintor había resumido elocuentemente la dificultad de pintar un paisaje al natural, precisamente porque significa “estar siempre al borde de caer en lo convencional del reto”. En un excelente trabajo resumen de la trayectoria de Guerrero Medina desde el expresionismo figurativo al paisajismo, Manuel Duran lo relaciona con el sin duda mejor paisajista de la pintura catalana, Joaquín Mir. Aunque en Mir prima siempre la mirada casi exclusivamente reveladora de la naturaleza, y Guerrero Medina se sumerge en él en una etapa delimitable, para volver continuamente a los desafíos de la figura humana transgresora y transgredida.

Retengo la expresión “instante técnico”, utilizada por Benjamin para explicarse la décima de segundo en que la mirada del fotógrafo decide, elige, crea, porque sirve para explicar el nuevo salto cualitativo de su obra. La etapa estrictamente paisajística de Guerrero permite contemplar al pintor de la naturaleza en su implacable mismidad, no es la actitud con la que ha abordado el paisaje hasta entonces, o bien el paisaje de la memoria, acechante, como un fotógrafo, ante seres o situaciones no siempre elegidos por una dramaticidad especial o concreta, a veces simplemente sorprendidos por la mirada del pintor, modelos a su pesar, que posan en el estudio de la memoria. Para llegar a esta nueva propuesta. Guerrero pasó por un periodo de “descompresión” de tanta inmersión en la naturaleza, dedicado a la pintura de retratos de personas de su conocimiento, ciento veinte cabezas, ciento veinte universos, pintura para sí mismo, no de encargo, como un ejercicio de retorno a lo humano como materia. También pintó la naturaleza inmediata de su estudio; porque el estudio de un pintor es siempre una “instalación” conceptual de sus referentes subconscientemente urdidos por una sintaxis no expresa, de ahí lo inquietante y significativo que es su tríptico de cuadros organizados en torno a la presencia de un espejo de su taller. A continuación, con la retina llena de los colores obtenidos en su etapa paisajística y de la recuperación de lo humano como material, miró hacia dentro de su memoria y allí encontró ámbitos, gestualidades que ha descrito sin la menor voluntad de describir algo ejemplar. Más bien estamos ante el uso de la memoria situacional, no de la memoria nostálgica o de la memoria relato. La mirada sobre “la memoria nostálgica” suele ser evocadora de una situación almacenada que confirma un estado de ánimo actual. Esa situación está albergada dentro de la “memoria relato”, esa novela sobre nuestra vida que fundamentalmente nos hemos contado a nosotros mismos, aunque a veces con la ayuda de los otros. No se trata de meterse en esa novelización de la vida, sino de captar, mediante el “instante técnico”, figuras y situaciones arbitrariamente convocadas y ofrecidas por una memoria estrictamente “situacional”.

Pero si contemplamos el resultado de esa inmersión, descubrimos que junto a la realización del desafío de pintar lo que la memoria suministra, el espectador recibe un impacto diríase que pasivamente dramático. A Guerrero le salen parejas entre dos situaciones desconocidas, expectantes, antes de o después de alguna batalla, qué batalla no importa. Es como si el pintor hubiera querido representar lo que nos queda de los otros, y ahí están, asosegados, no se miran, apenas se rozan en algún caso, cada cual viene de y va a la suya, ha pasado algo o puede pasar, termina un relato o puede empezar. Son los otros, no contemplados como un infierno o en su infierno, sino como una simple constatación. Todo segmento creativo dentro de la obra de un artista en crecimiento continuo, no lo olvidemos, tiene una estrategia, y el Guerrero que regresa a la figura humana lo hace enriquecido por su etapa paisajística. En una exposición celebrada en la sala Pares en 1999, el espectador podía contemplar las hasta entonces dos últimas miradas de un creador singular: la primera aplicada a las moléculas de la naturaleza aparente; la segunda, a los insospechados inquilinos que conserva toda memoria, y percibirá sin embargo una lógica lingüística entre una y otra materia pictórica. No hay contradicción entre la pulsión hacia lo externo y el retorno al propio interior, porque el pintor persiste en la mismidad de su lenguaje independientemente de que el modelo sea un nenúfar o una persona, y tanto el nenúfar como la persona proponga la complicidad de una ficción, en el sentido que daba Steiner, a la mismidad del lenguaje aplicado a lo literatura: “El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción”.

El pintor ha ordenado sus pinturas donde la figura humana ejerce la función de materia prima, y resulta muy reveladora la clasificación que él mismo establece de su evolución, de ese proceso de lógica interna que lleva al adolescente de La Guardia que pintaba a su padre o a su madre o a un vecino, al pintor epopéyico de la retirada republicana de la España de 1939 o al cazador de fijaciones de su memoria. Del aprendizaje al estilo bien entendido, el pintor veinteañero ya busca delimitar la reproducción de la figura humana, no en pos de la geometría esencial, según la pretensión cubista, sino de la exteriorización del interior personal. Especialmente representativa la serie de figuras a fines de los sesenta o la dedicada a Castilla o la siguiente en tomo a una enigmática mujer, Rosse, o los extraños volátiles, monstruos volantes no identificables que el artista ve en los cielos, el mismo lugar donde los detectara Goya. Excelente dibujante desde sus orígenes, en esa seguridad descansa la riqueza transgresora del dibujo de Guerrero Medina, tan determinante de la calidad de sus composiciones en movimiento, como las dedicadas al atletismo a comienzos de la década de los setenta.

De la impresión que le produjo el paso casi sin transición de la vida nocturna de su barrio barcelonés con el estallido de una procesión que le pedía a Dios -qué dios no importa-, probablemente, que perdonara a su pueblo, qué pueblo importa todavía menos, proceden pinturas multitudinarias y turbulentas, en la que los cuerpos pasan de la ascesis lúdica a la divina sin distinción de éxtasis. De esta etapa de los años 1974 a 1975, acomete una razzia viajera en la que posan Castilla, Extremadura, Dinamarca, Andalucía o perros, tipos humanos y perros desmembrados que viven sin vivir en ellos, al igual que los seres humanos, en la fase más alta de la desconstrucción guerreriana. Durante la década de los ochenta predominan los óleos de personajes, a manera de desafíos técnicos y expresivos que reflejan la madurez alcanzada por la pintura reveladora de Guerrero Medina, aplicada a la liberación de los colores de la servidumbre a la tensión de las figuras. Sobre esa liberación de los colores conviene tener en cuenta la serie de cuadros expuestos en Slingen (Alemania) en 1988, en el momento de tránsito al paisajismo sin presencia humana, en busca de su estructura molecular.

Tras el paisajismo o coincidiendo con sus hasta ahora penúltimas resultantes, las “imágenes de la memoria”, culminación de esa lógica interna del pintor a la que me he referido anteriormente. De la memoria como almacén de imágenes totales o de imágenes rotas, el pintor convoca personajes y situaciones no siempre determinados, por un procedimiento similar al empleado para toda su pintura: interiorización y propuesta formal. Por un procedimiento de introspección en busca de claves de sí mismo y de su capacidad de percibir, como si Guerrero Medina se tumbara en un diván inconcreto a partir del cual pintara lo que le dicta la ima- ginación más interior. En este punto culminante, Arnau Puig dice que la necesidad de penetrar el arte en reflexión es lo que caracteriza: “… tipifica la obra de Guerrero Medina; un arte que, no puedo evitar decirlo, me parece que se plantea una parte de las cuestiones representativas que, en su momento, se planteó Velázquez: poner en evidencia las formas al margen de su contexto, no diluirlas como más tarde harían los impresionistas, pero tampoco dejarlas en su contundencia, como habían hecho los renacentistas, porque lo que querían era evidenciar las cosas por el camino del artificio, mientras que Velázquez quería darnos, a través del lenguaje mudo que es la gestualidad pictórica, la reflexión, el discurso, que no podía pronunciarse, por incapacidad del texto, porque no había pasado del estadio de los sentimientos y las sensaciones, o bien porque las condiciones objetivas de la sociedad en la que trabajaba no se lo permitían, como ya había reconocido Quevedo”.

Concluye Puig que Guerrero consigue que las figuras “hablen”, que no sólo se muestren. Son sistemas de señales que traducen su interioridad. “En el fondo, Guerrero sería un pintor surrealista que ignora su génesis, porque lo que pretende no es pintar lo que tiene delante -aunque un cierto realismo de ejecución parece que quiera dar la sensación de la dimensión del volumen-, sino que lo que el artista pretende es encalzar la espontaneidad de impresión casi onírica que le sale de dentro, que mana de él, pero que tiene necesidad de concretar inmediatamente en figuras alusivas, como las de la vida real, que no sean las que creemos que conforman la vida real”.

El hecho de que en los últimos años las figuraciones de Guerrero salgan del escenario o almacén de su memoria, obliga a analizar el papel que cumplen estos depósitos en la creación, sea literaria o artística. Si el recuerdo es un útil indispensable para la operación nostalgia que tantas veces requiere la creación, la memoria es un ámbito fundamental desde la perspectiva de Guerrero Medina y plantea una difícil complicidad cocreadora con el espectador. Así como en Literatura a veces el éxito o el fracaso de esa complicidad depende de “la capacidad o incapacidad del escritor de trasmitir el uso de su memoria y de convertirla en memoria del lector”, en referente incorporado a la conciencia receptora, en pintura el uso de la memoria puede ser estrictamente ensimismado porque la propuesta resultado está más acá y más allá de su argumento. La diferencio entre memoria y recuerdo plantea el problema de qué papel cumplen en lo creativo. Si para los filósofos clásicos el recuerdo era un acto más próximo a la remembranza psíquica, la memoria es el almacén de la retención de las impresiones, convertido en una parte misma de nuestra conciencia. En cualquier caso, la posibilidad de recordar y de almacenar conciencia de lo ocurrido se ha señalado incluso como la diferencia expresa de la inteligencia humana con respecto a la animal, tal vez como extrapolación del uso que el hombre ha hecho de la experiencia para imponer su hegemonía. Recuerdo, memoria, experiencia son palabras de función diversificable, pero que para el artista se resumen en el uso que hace de lo que sabe o de lo que ha vivido y, más todavía, de lo que cree saber o de lo que cree haber vivido. La falsificación está permitida.

Los filósofos de la experiencia razonaron en el siglo XX concepciones de la memoria vinculadas a su función a la vez repetitiva y representativa, según la división clásica de Bergson. Prima la memoria representativa como un atributo connotador de lo humano, como la propia esencia de la conciencia, de ahí que pueda señalarse al hombre como aquel ser que tiene memoria, a diferencia de los demás. William James, en cambio, relativiza la importancia cognoscitiva y delimitadora de lo humano, de la memoria. Sería un objeto imaginado en el pasado “… al cual se adhiere la emoción de la creencia”. Posteriormente, para Bertrand Russell la memoria debía considerarse como un punto de vista del presente en el que la memoria es la simple convocatoria psíquica de una experiencia pasada. Ryle, en cambio, la percibe como un punto de vista del pasado y considera la memoria como una acción u operación gracias a la cual mantenemos una creencia sobre la verdad de las experiencias pasadas o al menos de las más necesarias o determinantes. La convocatoria de esa experiencia puede obedecer a un proceso -vamos a llamarle- automático, aunque nunca lo sea del todo. Aparece aquí un principio de posible manipulación que nos acercaría al sentido que la memoria alcanza en la operación de pintar o escribir. Se trata de la manipulación de lo que creemos saber sobre nosotros mismos y los demás, a manera de gran y fragmentado relato que nos hemos contado a nosotros mismos, con la ayuda de personas o disciplinas que más han influido en nosotros.

Tengo escrito que el lenguaje que Guerrero ha asumido antes de mirar hacia adentro secunda su viaje y le ayuda a vivificar a los silenciosos inquilinos de la memoria, como si posaran en un estudio “instalación” interior. Y si casi siempre pinta a partir de su memoria, de pronto puede sentirse reclamado por la colectiva, y de ese reclamo procede un conjunto de obras singulares motivadas por “lo histórico”. A partir de la provocación temática de la II República que el Museu d’Historia de Catalunya propuso a diferentes creadores, Guerrero Medina aportó colosalistas composiciones de secuencias de la retirada republicana tras la derrota en la Guerra Civil Española. La exposición se titulaba “Latidos de la memoria” e implicaba a creadores como Guinovart, Manuel Alvarez, Pladevall, Alzamora, Udaeta, García Antón, José Luis Pascual, y destacaba precisamente el gigantismo de la contribución de Guerrero Medina. La figura humana se integra en un sujeto colectivo, los vencidos, que reptan hacia el horizonte que es a la vez mutilación y liberación, la frontera francesa, en una composición tan dramática como afortunadamente gigantesca. Suscribo lo escrito en La Vanguardia por Anton M. Espadaler a propósito de estas pinturas: “Se encuentra allí una de las composiciones más emocionantes que yo haya visto nunca, y que imágenes recientes hayan reproducido con toda su aspereza: la retirada, cruzando montañas lunares, de una hilera infinita de hombres y mujeres vencidos, silenciosos y sin futuro. Una obra enorme que vincula para siempre a su autor, José Guerrero Medina, no ya con la historia de la pintura, sino con la misma historia de España”. Pero, de pronto, esos dípticos epopéyicos se concretan en una aglomeración de fugitivos en Le Perthus o en una tela breve en la que un grupo de mujeres esperan subir al tren que las llevará al exilio, como un reclamo detallista del mismo drama, la elección de rostros concretos de ese sujeto colectivo que en la larga marcha carece de posibilidades de identificación individual.

Obra abierta y en plenitud, Guerrero encuentra sus obsesiones y, como todos los creadores, se las mete en los bolsillos para darles más tarde una entidad pictórica. Últimamente se le ve muy inclinado hacia la escultura. A partir de la contemplación de las que se ubican en su casa y taller de Sant Tomás de Fluviá, Arnau Puig reclamaba contemplarlas como expresiones de incógnitas en búsqueda, imposible, de su expresión adecuada. Esa sería, según el crítico, la realidad del arte de nuestro tiempo “… la no adecuación de las formas con los contenidos que conmueven las sensaciones y la sensibilidad que genera y nos provoca el entorno”.

Si Guerrero debe estar considerado como uno de los pintores españoles más necesarios de la segunda mitad del siglo XX, su escultura irrumpe con fuerza reveladora en la década de los ochenta, en bronce o mármol, figuras humanas a medio hacer o a medio descomponer, que generalmente tienen aspiración y logro de movimiento volumétrico, y capaces de sugerir también movimiento lumínico, en correspondencia con su poética pictórica. A partir del año 2000, la estatuaria de Guerrero insiste en las geometrías esenciales de poderosos cuerpos inacabados y en cabezas policrómicas, insinuadas presencias tal vez totémicas.

Acierta Maria Lluïsa Borràs cuando afirma que Guerrero Medina no es un utópico, ni un apocalíptico, como tampoco quedaría atrapado en los extremos que han marcado el arte durante el siglo XX entre esperanza y desesperación, lo absoluto y lo relativo, el entusiasmo y la nostalgia. Permanece fiel a la pintura, es decir, a un sistema de señales que se instala habitualmente en la superficie plana del cuadro resultante de la lógica interna del creador, más allá de las influencias y por encima de las modas. La Borràs habla de “cruzada personar que ha llegado a la oferta plena del Guerrero Medina de la década de los noventa y que ha conseguido la intemporalidad y desvincularse de “los relojes históricos del gusto”. Renuncia tanto a lo literario como justificativo extrapictórico como a la tentación de caer en el “trompe d’oeil”, pendiente sólo de ese circuito de su inteligencia que le permite convertir en pintura la emoción interiorizada. A punto de perder el sentido que escasamente tuvo “lo postmoderno”, Guerrero representa junto a artistas y escritores formados en los años sesenta, lo que Manuel Duran considera “… la ruina del ideal progresista moderno, la fragmentación de la historia, el rechazo de la evolución jerarquizada del arte y la apropiación simultánea y antidogmática de la herencia visual”. La creación, en cualquiera de sus formalizaciones, en esta etapa situable más allá de lo convencionalmente considerado “moderno”, tiende a ser anticanónica sin olvidar los cánones y cuestiona la bondad de la vanguardia por lo que pueda tener de simple pirueta técnica que no traduce el propósito ético del crecimiento continuo del espíritu. Fueron las décadas de los setenta y los ochenta del siglo XX las que arruinaron el doble optimismo hegemónico en la conciencia del marxismo y del capitalismo: el derivado del crecimiento material continuo y el que promovía el crecimiento continuo del espíritu y la legitimidad de todo vanguardismo. No quiere decir esto que el artista renuncie a sancionar las ofertas de lo real y a elegir, pero en el caso de la pintura sabe que lo hace dentro de los límites de una geometría convencional, entre el cuadro y el rectángulo, y que hay que tener en cuenta la importancia lingüística fundamental de lo que a la vez es “soporte”, “vehículo” y “mercancía”. En esa dialécticamente trabajada lógica interna de Guerrero Medina, los volúmenes traducen el desconcierto de las identidades y los colores se van abriendo desde el especial tenebrismo de los figurantes de “Los cretinos” a las acuarelas sutiles de la última etapa, expuestas en el verano del 2003, o a los tranquilizados más que tranquilizantes óleos de “Mediterráneo”.

Apuesto decididamente por calificar como rehumanista la pintura de Guerrero, no concebida así como réplica a todos los decretos sobre la deshumanización del arte que durante el siglo XX ocultaron diferentes estrategias humanistas diferenciadas de lo que había sido canónico entre Botticelli y el impresionismo. Cuando Guerrero exhibe sus primeros cuadros (años sesenta) ya era evidente que bueno parte del arte abstracto español tenía una fuerte carga de arte emancipatorio, humanista, en la línea del “Rojo contra blanco” de Malevich, enfrentado a la estética decretada por la dictadura y respaldada por el bloque social dominante. Hablemos de Tàpies o de Millares o de Guinovart, los abstractos españoles prescinden de la lírica de que el hombre es la medida de todas las cosas y proponen nuevas maneras de medir y al mismo tiempo desmedir la huella humana. La alternativa figurativa de buena parte de los pintores aparecidos en los años sesenta y setenta era una apuesta a la vez moral y técnica, porque recuperar antropomorfias significaba prescindir de los prejuicios y seguridades de lo canónimo. Si el cubismo había buscado mediante la geometría uno comprensión esencial de los seres humanos objetivados, el expresionismo trata de explicitar el dramatismo de la condición humana, sometida a toda clase de hipotecas alienantes derivadas de la conducta social y muy especialmente a la alienación biológica, eso que llamamos decadencia y muerte.

Cuajado entre dos guerras terribles que cuestionan las expectativas humanistas forjadas en el siglo XIX, el expresionismo es una resultante estética y al mismo tiempo una propuesta de conocimiento. Cuando Guerrero lo asume, aproximadamente treinta años después de su gran explosión, el neoexpresionismo trata de reflejar las destrucciones del ser humano, las interiores y las exteriores, las angustias por las limitaciones y las erosiones derivadas de la relación con los otros y con la otredad. Las criaturas de Guerrero tienen la musculatura forzada por sus circunstancias interiores y exteriores, y sus distorsiones y mutilaciones las ha captado el pintor a través de una dramatización subjetiva de su experiencia, de su memoria.

Víctima y verdugo, de sí misma y de los demás, individual o colectivamente, la figura humana es en la pintura de Guerrero Medina un elemento de conciencia. En los años setenta, en el momento de máxima tensión de sus “figuras”, algunos críticos, como Fernando Gutiérrez, hablan de “deshumanización adredemente formal de la obra de Guerrero Medina”, aunque se resistan a creer que, como ha dicho Arnau Puig, el artista no siente piedad por el hombre. Lo humano le duele, asegura Gutiérrez. Habría que añadir y lo teme. El pesimismo activo del pintor estalla en sus composiciones multitudinarias, una aglomeración magmática, una especie de “cosa” individualizable mediante las cabezas y los rostros. Santos Torroella se sorprende a veces ante la vehemencia agresiva de sus personajes, y en cambio. Vallés Rovira es capaz de captar sobre todo la propuesta rebelde, insumisa, y Manuel Duran acierta plenamente cuando contempla la pintura de Guerrero Medina como el reflejo del choque del hombre con la realidad, como obedeciendo el mandato de Ernst Fisher cuando decía que la función del artista es aportar su yo al reencuentro con la colectividad perdida. No se trataría, pues, de una deshumanizada complacencia en el reflejo de seres humanos monstruosos, sino al contrario, en una reconstrucción de lo humano que tiene en cuenta lo desmedido. Ni utópico ni apocalíptico, sino conmovido testigo de los gritos, del frío en todas sus formas y del dolor como denuncia del fracaso fundamental del alma y el cuerpo. Desde los violentos “cretinos” de los años setenta a los fantasmas figurativos y cromáticos de su memoria a comienzos del siglo XXI, cuarenta años nos contemplan y lo mismo hacen con la pintura y la escultura de Guerrero, humanistas ambas porque aprehenden que el hombre es la criatura más desmedida hasta hoy conocida, tan desmedido que, como decía Chumy Chúmez en una oportuna corrección de las pretensiones del humanismo clásico, “El hombre es la medida de todas las cosas pequeñas”.

Manuel Vázquez Montalbán

Texto publicado en el libro “Guerrero Medina” Editorial March Editor, 2004