El color rojo, pintado y contemplado con el corazón, la mente y la mano

Si me preguntasen con qué color me identificaría, diría sin dudar el rojo. En mi opinión contiene todo lo que veo en los cuadros de José María Guerrero Medina. El rojo para mí no sólo expresa un sentimiento; simboliza la condición humana en el sentido platónico, la disolución del esquema trinitario: sentimiento, razón y cuerpo. El pintor y el espectador crean un lazo especial. Al concebir una obra, el artista siente la imagen muy viva en su interior, pero se percata de la dificultad de expresarla verbalmente. Lo cognoscitivo y lo emotivo constituyen una imagen. La traslación de esta imagen exige un predominio de la técnica. Una catedrática de Música, madre de una gran pianista, opinaba que para llegar al virtuosismo en el piano se necesitaban más de 10.000 horas de práctica. Sólo así el pianista lograría esta capacidad de unir a la comprensión de la partitura la facilidad de expresarse con pasión, sintetizando la técnica y la sensibilidad. La técnica, como condición previa para el predominio -no como garantía- y la pasión se complementan en una mente que busca la comprensión. El artista sólo puede pintar de forma auténtica lo que él ha percibido e interiorizado. El resultado, la obra de arte, es quizá la expresión simultánea de corazón, comprensión y agilidad de la mano. El mismo concepto es válido para el espectador.

La forma en que ha entrenado su mente, la pasión con que mira el cuadro inciden en su diálogo interior con la obra de arte. Cuanto más tiempo lo contempla y se adentra en el lienzo, más logra sensibilizarse y comprender su lenguaje.

Cualquier persona puede decidir libremente el color que prefiere. La elección depende siempre de su estado de ánimo. Su edad, sus experiencias en la vida, sus creencias y valores influyen también en su manera de contemplar lo representado. Toda comprensión es verbal. Lo que vemos no es una reproducción exacta en la retina, comparable con la imagen que ofrecería el espejo. Durante su camino hacia el cortex cerebral –el núcleo donde reconocemos la imagen- las neuronas transmisoras de las señales atraviesan más de 20 centros diferentes. En uno de estos centros se descodifican líneas rectas; en otros los colores, en un tercero las intensidades de esos colores y así sucesivamente. Las conexiones neuronales pasan cerca del centro de las emociones (del sistema límbico), impregnándose de intensidad emotiva. En otro centro, similitudes y asociaciones se ponen en relación con la imagen de la retina. El ‘ver’, quiero decir el ‘comprender’, es una construcción muy individual de estímulos de luz que se descomponen en diferentes centros y, provistos de informaciones adicionales, se reconstruyen en el cortex cerebral. De esta manera cada persona puede ser artista al reconocer su imagen individual del mundo. A través de prácticas, el artista y el amante del arte pueden influir sobre este proceso, guiado por las neuronas. La diferencia se basa esencialmente en que el artista, gracias a sus técnicas y su interpretación de las formas y colores, no reconoce el mundo que le rodea como simple imagen, reflejo del espejo. El amante del arte ha podido ampliar sus facultades de asociación, lo que le permite acercarse a una obra, sintiéndose satisfecho y muy cercano, valorándola positivamente. Detecta la autenticidad, los sentimientos, la madurez y la intensidad con la que el artista ha realizado su creación.

Según mi lectura, José María, en su actual serie del color rojo, se enfrenta a la condición del ser humano. A ese ser humano sólo se puede llegar a través del sentimiento, de la comprensión y de lo corporal. Pudor, sufrimientos, dolores psíquicos y físicos, compasión, ayuda, diálogo a solas o con otros, favorecen la entrañable cercanía con la persona que se tiene enfrente; el mirarle a los ojos cuando se discute es mucho más efectivo que el quedarse absorto en los propios pensamientos.

Una persona vive más intensamente el verse reflejado en los ojos del otro que en el espejo. En este contexto el filósofo alemán Martin Buber dijo una vez: “Todo vivir verdadero se basa en el encuentro”. Sin embargo, nuestras ambiciones, nuestro afán de poder, nuestros buenos y malos propósitos, nuestra vanidad y obsesión por agradar nos dominan intrínsecamente. Nos sentimos vivos tanto en el esfuerzo deportivo como en la aproximación hacia el otro, en el dolor y en el orgullo. Todo en la vida tiene un final y quiere ser vivido de forma activa y no pasiva. Resulta fácil para el ser humano que permite el encuentro, que se siente sano y fuerte. Pero la enfermedad también es una realidad de la vida. Un espíritu luchador “Fighting spirit” nos hace fuertes aunque nuestro cuerpo sea débil. El no sentirse solo cuando se sufre y encontrar ayuda refuerza las defensas de resistencia. Sentirse avergonzado o avergonzarse paraliza. Sentir el propio cuerpo con fuerzas da confianza en uno mismo, una respetuosa cercanía o distancia y un acercamiento tierno y cariñoso contribuyen a aumentarla.

Cuando contemplo los lienzos de José María, me reconozco a mí mismo ‘gnothi eauton’. Reconozco además el ‘Ecce homo’(He aqui un hombre) el homo homini lupus, el hombre es el lobo para el hombre. Sus cuadros pulsan la fibra de mi corazón, activan mi mente logran que sienta mi cuerpo.

Dr.Wolfgang Hagemann

Traducción: Eleonore Merckens